Thursday, July 20, 2006

Descensio por RICARDO GUIAMET


GUERRILLA URBANA (I)

Hegel,
dice uno de ellos.
(detrás la luz
oscila y parpadea:
60 watts equilibran pendientes de
un par de cables desnudos).
Hegel,
repite
ante el silencio y la modorra
de los otros.
nadie sabe si
llama un perro,
convoca un espectro
rememora un motivo para la lucha,
algo que explique las armas,
la vigilia,
la certeza ineludible
de la derrota
y la desaparición.




GUERRILLA URBANA (II)

Creyó que amarla,
pintar consignas,
alfabetizar pibes,
practicar tiro en la isla,
eran único movimiento,
una y otra vez
igual substancia.
Los otros, mayor precisión,
apenas sabían rodar cabezas,
flagelar carne, chamuscar libros;
asesinar arribabajo por las avenidas:
la certeza que el triunfo
se bocetaba con gruesas pinceladas.

Por un tenso,
no extenso
laberinto de
puertas, edades, personas.
abandonar el sueño y
regresar al páramo siempre
igual, congelado y certero: el mundo real.



POLINESIA

La polinesia
murmuró la desdentada boca
del viejo agonizante
en un hospital del Chaco
(y purulentas ronchas, vestigios de la mosquitada
debajan su rastro húmedo
tras cada giro en la sábana,
estertor del
enflaquecido cuerpo moribundo)

La polinesia
repitió la enfermera indígena e imaginó
arrecifes, palmeras, sensuales
crepúsculos frente a
arenas blancas y
mares transparentes:
el reverso de ese paraná
amarronado y de barrancas toscas
deonde su marido
parlotea con compadres
el arcaico qöm,
arma espineles y lanza el tejido
aguardando
el arribo del pejerrey.

La polinesia, repitió antes de morir;
la enfermera toba se persignó
desconociendo
que el viejo
no hablaba de atolones o volcanes
sino de
un bar ferroviario apestoso,
no más que una tapera que
medio siglo atrás
ya era viejo y abandonado
junto a
un cambio de vías en medio de la nada
(un paraje llamado Turner)
donde él, joven, tomaba grapa
entre vagón y vagón
control y dosaje
de los cargamentos de trigo
que emigraban más allá del océano.



HAIKUS

En la banquina
un amasijo
restos de comadreja


Sólo su rostro
vence a la muerte
aún es el padre


Antes del amor
eclipses de una noche
fueron los hombres



Bajo la muerte
rostro de huérfanos
un llanto quieto.




KAGEMUSHA

Ese cielo que señala y
husmea la extraviada
mirada del kagemusha.

No es una batalla, no es una danza:
el trueno mezquino de los mosquetones
hace caer, aquí y allá,
a los soldados de su guardia.
el tropel de la caballería
deslizándose médano abajo
y el cañoneo, firmamento artificial,
apuñalan lo obscuro de la noche.
No es una danza, no es un baile,
sólo la muerte que
se empeña en erigirse
justo delante de
cualquier oquedad que señale,
conmovido, extraviado,
el índice del Kagemusha.-



GO

Sólo dos personas,
en toda la ciudad,
y somos nosotros, dijo el padre;
colocan y no sacan fichas sobre
la cuadrícula del go.
Sólo dos personas,
aventuró,
algo más que una corazonada o una probabilidad:
Un imperio que milenario se desplomará
de un manotazo cuando su espacio sea necesario
para ubicar tostadas y dulceras,
tazas y terrones,
los atributos de la tarde.-



GO (II)

La cuadrícula infernal
que no es eterna
ni sensible;
el ornato y el pretexto de
la serpiente bicolor de los senderos de discos.
En alguna encrucijada vacía
el disco de Odín permanece invisible,
al aguardo de una avenida,
un sismo,
un tifón que voltee su cuerpo,
deje ver el pulido reverso,
el brillo del espejo perpetuo.



GO (III)

Nada altera
la mirada y la mano que deposita,
irreversible, cada ficha en un destino único, definitivo.
Las fichas hacen nacer alianzas,
lealtades y traiciones,
fugaces encuentros y homéricos combates;
la victoria y la derrota,
un albur de cadáveres y estandartes,
anverso y reverso de única proclama.
Reflejos del vuelo singular de la brisa
del movimiento de la mano
que no alcanza a tranquilizar
la calma del estío.



UN DESPOJO
Un despojo comido por los perros
una rata una nutria un qué
ni siquiera ya
hedor exhala
ni convoca arcadas.

Pelos, cuero aplastado, una cola calva:
los restos de la vida en
lo que resta de la noche.



INSOMNIO (III)

la vigilia
(el trabajo,
las noticias,
el adulterio
la mirada extraviada de
un compañero de oficina,
las piernas de una desconocida)
fantasmas sucesivos
que alborotan el sueño
con la constancia
y la futilidad
de un mosquito.




INSOMNIO (II)

la breve y perpleja vision en la madrugrada:
despertar con la luz de sodio
infiltrándose por resquicios:
sombras que ondean en la pared
al influjo del viento
sobre la frola de la esquina.
no es el vampiro ni su remedo:
sólo el monótono croar del despertador nos recuerda
el otro monstruo implacable y riguroso:
la vigilia que aguarda
por nuestra sangre en el amanecer.



TUMBAS DEL ASIA CENTRAL
Cuevas de anguilas
Como tumbas del Asia Central
Cuelgan de la minúscula barranca
Que la bajante ha creado
En la orilla del arroyo.
Un pescaor, no mucho más que un niño,
Arroja dentro de una
El fósforo aún encendido
Con que dio fuego a suu cigarrillo.
Cuevas de anguilas,
bosques de alisos,
huellas de carpincho.
El citadino,
En la otra orilla,
Protegio por seis metros de
Una corrienmte lenta pero tenaz,
Marrón, observa el suceso,
Aguarda por la irrupción de
Un pordigio monstruoso,
Un agüero de calamidades
En el anochecer.


COLOR

Pesadumbre
el único color que imagina;
pesadumbre.
El viento de la tormenta
no alcanza a tranquilizarlo



ROBERTO ARLT

Agradecer siempre
un cuerpo deforme
mi gloria,
que me permite escupir
en la cara de los giles
las más horrorosas verdades
y sólo recibir por respuesta
la burla y
el desprecio.



MR. HYDE

Alguien en la noche
toma para si los emblemas del terror
se erige en el destino y así vulnera
el futuro de un tranquilo y solitario
caminante del Soho.
La casa del Dr. Jekill permanece vacía,
(altas horas de la noche)
del perchero de caoba no cuelga su bastón,
la bella empuñadura ensangrentada.
No habrá ni memoria
ni conciencia del crimen,
ni siquiera la imagen del rostro del pánico
cubriendo la máscara del pequeño burgués moribundo;

Dr. Jekill despertará como de una borrachera y
el periódico matutino traerá
un recuero arcano y arcaico
casi infantil
primitivo:
Una nueva víctima del
monstruo ignorado que
aprendimos a llamar
Mr. Hyde.




SANGRIA

Desacostumbrado
(como estaba)
volcó algo de cerveza sobre
la madera manchada de la mesa.
Tres atrás de él tomaban sangría,
uno de ellos explicaba:
el secreto de la sangría
es aplastar los limones
antes de revolver,
con la misma cuchara aplastarlos
y después
mirar en la jarra
esparcir el sedimento de azúcar.

El estaba solo;
esa conversación en sus oídos
era la música de la amistad
perdida trece años atrás,
la tarde del enfrentamiento.
Una semana antes de eso
habían bebido en el mismo boliche
(¿las mismas mesas?)
una sangría distinta
mientras el Viejo
en el margen de un diario del día anterior
dibujaba las salidas del Banco,
señalaba con cruces la ubicación
de los guardias.




LA TORMENTA

Quizás fue el vino en el estómago,
la presencia de la flaca morocha,
(¿cercana,
sugerente?)
lo que consiguió que gastara su mirada
hacia el escenario cruel de las islas
desiertas en el horizonte: donde
la tormenta derramaba sus escalofríos relampagueantes,
su palidez intermitente que amanecía en el cielo
entretejiéndose a nubes oscuras y grises
que acababan contra el borde insoslayable
de albardones,
montes de alisos,
lagunas crecidas.

Mas tarde la madrugada caracoleará
acorralando con sus altas horas
hasta que caiga dormido
ajeno a una luciérnaga
que, junto al techo,
parafrasean los relámpagos
sin que jamás pueda saberse
si es sólo un juego para nuestros ojos o
su desesperado pedido de amor.




ESCENA EN UN PARQUE

el tropiezo de una palabra
atascada ante la mirada
de la niña: el padre siente
el temor de ser descubierto
débil, dudoso, cobarde.
la abofetea en el rostro.




EL GOLPE DE LA PALOMA

El gope de la paloma contra el borde de la ventanilla de su auto
(el roce de las plumas breves contra el vello de su brazo).
Estacionó.
A cincuenta metros yacía,
en medio del barrio de chalets,
la casa de su padre muerto.
Como un impuesto de vencimiento cercano,
como las piernas de una compañera de trabajo,
eso apenas ocupaba su mente.
Bajó del auto,
una inspección lega al cadáver del palomo.
El calor del mediodía de enero insultaba
al pavimento, al Ford, al despojo plumífero.

Se preguntó por el espíritu de su padre,
por la transmigración de las almas,
por la irrupción amorosa del ave
lanzándose contra su coche,
último o primer esfuerzo de amor.
No levantó al palomo muerto de la acera.
Con el pie, como si empujara
las sobras de una hamburguesa,
acomodó lo mejor que pudo
el endureciéndose bodoque
contra la cuneta de la acera.
Subió al Ford y siguió.





CHEVROLET 37’

A través de esa llanura que ya sus abuelos
aprendieron a llamar pampa
manejaba el Chevrolet 37’
desaforado como un demonio.
Junto a él viajaba un cadáver,
una adolescente
tuberculosa y aristocrática
muerta el mediodía anterior
en las Sierras de Córdoba.
A las tres horas de manejar
comenzó a saberlo: el cadáver
junto a él había abierto los ojos,
realizaba sutiles movimientos
expresando el dolor de la muerte.
Aceleró aún más:
la polvareda detrás del Chevrolet
simulaba tornados nocturnos.
No se envalentonó
en girar la vista hacia su derecha
no quiso saber nada de esa muerte apasionada
de esa muerta que quizás lo deseaba
primer y último hombre no ya de su vida
sino del primer instante de
la eternidad de su memoria.
Años después correría rallíes por
esos mismos caminos;
un alambrado de tres hilos
lo decapitaría
(una mañana de octubre,
un guiñapo colgante junto al auto en llamas)
por ahora
la muerte es una adolescente
acompañándolo en la madrugada,
los pelos de su sexo humedecidos por
el formol y la lascivia de los sepultureros
que acondicionaron su desnudez
entre obscenidades y persignaciones
para su adiós entre aristócratas en
la mansión familiar en la Costa de Olivos

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